domingo, 15 de mayo de 2011

El pago



Tras intercambiar una mirada, uno de los soldados que montaban guardia en la pequeña puerta de hierro de la prisión, volvió a pegar la lanza a su cuerpo y dio un leve empujón a la portezuela.
El hombre que cruzó el umbral para entrar tenía un aspecto un tanto inquietante. Sus ojos dorados jugaban a esconderse bajo una capucha que le cubría casi por completo el rostro y no se esforzaba en ocultar una leve pero marcada sonrisa.
No se detuvo a pesar de escudriñar con la mirada a cada celda y prisionero. No tenía prisa, sin embargo, su tarea requería la pausa adecuada, “¿para qué correr hacia un objetivo que se halla emparedado? Muy posiblemente habréis hecho un gran trabajo con él, Mc…”

- Oh, McCleod… - sus pensamientos se vieron interrumpidos y a este saludo añadió una sencilla reverencia a la silueta que se encontraba al final del pasillo de piedra negra
- ¿Qué hacéis aquí? – preguntó sin más, con su habitual tranquilidad
- También yo me alegro de volver a veros – a pesar de su pacífica apariencia, sabía que Vladimir McCleod, torturador y guardián de la prisión del palacio de Ushâr, era un hombre digno de respeto… y temor. Tras un leve silencio, continuó – No os preocupéis, tengo permiso de la señorita Lawrence… ¿o era Fianna? Para estar aquí… Si queréis, podéis comprobarlo

Sin mediar palabra, la figura que hasta entonces se había mantenido quieta, avanzó unos cuantos pasos hasta el encapuchado y extendió la palma de la mano a la altura de su frente. Un breve destello de una luz muy tenue le bastó para afirmar, más que preguntar:

- Habéis venido a ver a Straussen – su voz no reflejaba nada, ni siquiera indiferencia
- En efecto, mi buen señor, pero como habréis podido ver, no es necesario que sepáis mis motivos
- Acompañadme – McCleod se dio media vuelta y comenzó a descender las escaleras de la prisión planta por planta hasta llegar a la última, la quinta.

Al fondo del pasillo una única puerta, más gruesa que las anteriores y sin ningún tipo de candado o cerradura, parecía invitar a los curiosos a pasar y a los cautos a pensárselo dos veces. El torturador acercó la mano a la madera y ésta crujió levemente para luego abrirse.

- Todo vuestro – durante un momento en su rostro se dibujó una mueca de desprecio que nadie sabría decir muy bien a quién iba dirigida, luego se giró y salió de la sala de piedra cerrando la puerta tras de sí

Ni frío, ni calor, ni siquiera la humedad propia de los lugares como este. Bajo tierra, como se encontraba la prisión, nuestro visitante no esperaba encontrar más que incomodidades de ese estilo, y sin embargo ni rastro de ellas. Sus ojos se posaron sobre algo mucho más interesante que las paredes del calabozo: aquel a quien había venido a ver. Al fondo del habitáculo, una figura que hasta hace no demasiado se erguía con arrogancia, ahora no era más que una maraña de pelo pajizo que se derramaba sobre su rostro y, abrazado a sus propias piernas, ni siquiera se había inmutado cuando su carcelero había hecho entrar a aquel hombre.

- Su… graciosa Majestad – el encapuchado al fin dejó caer la caperuza e hizo una reverencia que no estaba falta de cierta burla – ¿O debería decir “Su penosa Majestad”?
- Tú… - el muchacho levantó la cara con una mueca de incredulidad dibujada en ella – De todas las personas que podían venir a visitarme… me encuentro contigo – sonrió mientras se apoyaba en la pared para levantarse con dificultad. Le temblaban las piernas y sin embargo no parecía estar herido
- Oh, no os molestéis, podéis permanecer sentado, o tirado, como prefiráis – no excesivamente cortas, pero sus extremidades estaban sujetas por cadenas al suelo. Las recorrió rápidamente con la mirada para tratar de calcular una distancia segura a la que pudiera acercarse
- ¿Qué quieres de mí? – de pronto, como si se le ocurriese algo, sus ojos brillaron – Has de saber que si pretendes que te facilite algo, mi pago es que me liberes de presidio
- ¿Vuestro pago es…? - no pudo evitar una leve pero irónica risa – No, su Bajeza, vos sois el pago de alguien, el pago que me corresponde
- ¿Qué dices? – retrocedió hasta pegar su espalda a la pared
- Tranquilo, no será doloroso. No debéis verme como un enemigo
- Tampoco como un amigo – le reprochó
- Desde luego, jamás como un amigo… solo como un posible aliado, pero en este caso no el vuestro – concluyó cerrando los ojos

Pasaron breves segundos y el joven no podía apartar la vista de su interlocutor, esperando a que, como si de un cazador se tratase, se abalanzara sobre él de un momento a otro. Un súbito escalofrío recorrió a Zarnitz al contemplar como el tatuaje en el rostro del hombre comenzaba a retorcerse, y más aún cuando, al abrir los párpados, sus ojos dorados se habían tornado negros y profundos, como el silencio. Sin previo aviso el chico cayó al suelo, como si estuviera dormido pero sin el sosiego propio del sueño.
No podría decir el tiempo que se mantuvieron, uno tumbado y el otro en pie, inmóviles. Un leve tambaleo y el hombre recuperó el color de sus ojos y la calma en su rostro.

- Interesante… - esbozó una sonrisa, se acercó al muchacho y se agachó a su lado – Os reconozco que no ha sido fácil, estabais bien protegido a cualquier intruso pero… Una victoria difícil es mucho más excitante – le retiró el cabello de la cara con un gesto que llevaba algo parecido a la dulzura – Pobre crío – se incorporó de nuevo y avanzó hasta la puerta – Mi buen McCleod, cuando queráis – alzó la voz lo suficiente para que el carcelero lo escuchara
- Petrelli… ¿qué sabes...? – el joven levantó la cabeza sin apenas fuerzas y clavó los ojos en los del hombre hasta que éstos volvieron a desaparecer bajo la capucha
- Todo

En ese momento la puerta se abrió y él salió de la prisión, casi relamiéndose y sin mirar atrás.

Ya tenía lo que quería.

2 comentarios:

  1. Bueno, una pequeña luz de esperanza para el rey hasta que le mencionó que él era su pago. Petrelli y su modo de conseguir lo que quiere.

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  2. A veces me pregunto si realmente estuvo bien, el vender así a una persona... Todo es cuestión de circustancias, o así quiero creer

    - Elisabeth Lawrence

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