Dos
semanas. Apenas habían pasado dos semanas desde que Tomás llegó a tierra, de
nuevo a la pesadilla que hacía no tanto había dejado atrás.
El uniforme, las armas. El barro, la pólvora, la sangre. No podía echar de menos nada de eso.
El uniforme, las armas. El barro, la pólvora, la sangre. No podía echar de menos nada de eso.
Dieciocho
años, esa era la edad exacta del muchacho que desde que desembarcó se le había
pegado como una lapa. Su nombre era Fernando, y tenía unas ganas atroces de
aprender, aunque Tomás no sabía exactamente qué quería aprender, pero ahí
seguía.
Les
habían golpeado con dureza la noche anterior y se encontraban descansando el
cuerpo y tratando de, no sanar, sino evitar que sus recientes heridas les
concedieran un paseo rápido al más allá.
Tomás
limpiaba algunos cortes en su brazo derecho, superficiales todos pero no por
ello necesitados de menos cuidados. En la guerra, una herida que no se limpia
puede ser la última. Permanecía en silencio, haciendo vagar los ojos de un lado
a otro del amago de campamento que habían conseguido organizar.
Una
sombra que poco a poco tomó la forma de un joven, desaliñado y con una
pronunciada cojera, se acercó a él cuadrándose a pocos pasos de su persona.
- Capitán
- Relajaos, Fernando – Tomás hizo un gesto con la mano, señalando a su
lado
- Sí, capitán – el muchacho tomó asiento a su lado, no sin mostrar una
leve mueca de dolor al hacerlo
- ¿Qué le ocurre a vuestra pierna?
- Nada, señor, solo un rasguño – sonrió con franqueza, plegando
levemente al hacerlo la que en breve sería una nueva cicatriz en su cara
- De ser así, no os importará que me asegure – dijo simplemente,
manteniéndole la mirada
- Cla… claro, capitán – suspiró arremangándose la pernera del pantalón
La
expresión de Tomás no cambió, aunque su percepción de un “rasguño” debía ser
distinta de la del muchacho. No le costó demasiado adivinar de qué se trataba y
al presionar levemente alrededor de la herida, un fino hilo de pus se deslizó
por la pierna del chico.
- ¿Una bala?
- Sí, capitán – el muchacho abrió mucho los ojos, apenas le habían hecho
falta un par de minutos para deducirlo y supuso que, ciertamente, los años en
el campo de batalla son el mejor de los maestros – Pasó rozando, pero lo
suficiente como para que…
- Está infectándose, si continúa así puede extenderse la infección y en
el mejor de los casos habrá que amputaros la pierna – Tomás volvió a alzar la
mirada hacia el chico, que había cambiado la expresión de sorpresa por la de
pánico
- Y… y… ¿y en el peor… c-capitán?
- No creo necesitar explicároslo, ¿cierto? – el chico tragó saliva
Tomás cogió su pequeño petate,
una especie de bolso de cuero que le había regalado su cuñado antes de partir
con varios frascos dentro. No sabía exactamente qué efecto tendría, pero
merecía la pena probar. Cogió uno de los frasquitos, que se había asegurado de
etiquetar para poder reconocer y distinguir el uso de cada uno, y lo abrió.
- ¿Qué es, señor?
- Medicina, si estoy en lo cierto, es posible que evite que se extienda
la infección – el chico asintió y Tomás hundió un par de dedos en el emplasto y
lo pasó sobre la herida. Un leve resplandor iluminó durante un instante la zona
donde estaba untando la cataplasma
- ¡Capitán! – el joven dio un rápido tirón de la pierna, y se santiguó
un par de veces muy rápidamente para luego susurrar – Eso es brujería, capitán
- Sea lo que sea, Fernando, podéis aplicároslo y rezar, o no hacerlo y
en breve posiblemente os estéis santiguando ante el Altísimo. Ahora decidme –
le señaló el tarro – ¿Qué preferís?
- El… - dijo tragando saliva – El fuego del diablo bien vale contra él,
señor
- Eso dicen – asintió con una leve sonrisa volviendo a aplicar el
emplasto
Eso sí, esta vez el muchacho no
miró lo que ocurría.
Sobrevive Capitán hay demasiada gente que os necesita al otro lado en un lugar llamado hogar...
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